Godard y el terrorismo
Por Salvador Mendiola
Hace medio siglo fue estrenada la película La Chinoise (1967) de Jean-Luc Godard. Una película rara dentro de la obra de un director raro. En su momento, fue un anuncio de lo que vendría como Mayo de 1968, la gran revuelta estudiantil que inició en París y se extendió por todo Occidente. También entonces fue una de las primeras aproximaciones del cine a la revolución cultural maoista y la forma de ser entendida ésta por los jóvenes parisinos de clase media alta.
Con La Chinoise inició el período maoista radical de Godard. Un momento donde dejó de hacer cine personal y trabajó dentro de un colectivo para hacer la revolución desde el cine y el cine desde la revolución. Eran años donde eso parecía posible, la utopía de un día para otro. Hoy día el maoismo sólo es un vago recuerdo de la era Pop y el 68 un mito de la religión maniquea de izquierda.
Pero el tema central o tesis de esta película de Godard es cada día más actual: el terrorismo. Ese momento crítico donde se cree hacer justicia mediante actos injustos, al considerar que el fin justifica los medios y que todos los medios son buenos para conseguir lo que se considera justo para todos. Un grave acto de esquizofrenia, creer que nos ilumina la voz del pueblo o de la causa o de la clase trabajadora o de lo que sea. Creer que uno o una minoría selecta puede ser la correcta expresión de los otros.
El momento crucial de la película es un diálogo entre la protagonista, Verónica, una joven filósofa que quiere practicar el terrorismo, conversa de ello con su profesor Francis Jeanson, que resulta ser interpretado por el filósofo Francis Jeanson mismo, un personaje que en su hora fue defensor de la lucha terrorista por la liberación de Argel, lo que le llevó a la cárcel; para luego renunciar por completo al uso de la violencia y optar mejor por la acción cultural para cambiar la historia y transformar la vida.
Ahora se ve desde el principio del diálogo que él es quien tiene la razón de su parte. La violencia, toda violencia, es contrarrevolucionaria, porque expresa una renuncia a la razón y generalmente es reprimida en forma más brutal todavía. El poder de la justicia radica en que sea irrebatible, es decir, debe manifestarse como lo mejor para todos desde cualquier punto de vista; resultado de un debate libre y abierto. Un acto de transformación y no una imposición dictatorial.
También ahora es comprensible la diferencia entre el maoismo dictatorial de la revolución cultural en China y el maoismo romántico de los estudiantes privilegiados de París. Lo de los franceses fue un carnaval sin pies ni cabeza pero con barricadas y tomas de escuelas y luchas con la policía, el ejercicio radical de la “autonomía” maoista como “toma el poder tantas veces como el ascensor”. Y por eso el principal defecto de ambos maoismos fue no verse ni escucharse; los franceses fingieron no ver la dictadura tiránica de Mao y los chinos usaron a los franceses como sicarios y párenle de contar.
Como siempre con la izquierda, que es esquizofrénica de personalidad escindida de origen.
Ya como cine en sí esta película de Godard asombra aún por su uso de la sobresignificancia en el montaje, ya que todo en ella opera como alegoría de muchas connotaciones, multívoca; lo mismo que por su minimalismo en la puesta en escena. Un momento trascendente de este minimalismo sobresignificante lo constituye la secuencia donde Verónica lleva a cabo su torpe acto terrorista, donde todo lo vemos desde afuera del lugar donde ocurren los hechos, sin ver para nada los crímenes en sí; otro momento donde predomina el discurso en contra de la violencia terrorista y de cualquier tipo que sea, aunque a la hora de filmar La Chinoise, por amor a su estrella maoista Anne Wiazemsky, Jean-Luc Godard creía en el recurso de la violencia como un acto revolucionario.